lunes, 18 de abril de 2011

Corre, corre que te pillan

Vuelves a casa. Por supuesto al borde del colapso. Por supuesto habiendo atravesado toda la ciudad a medio galope, sin necesidad una vez más.
Ni transporte público, ni agradable paseo al atardecer. Ni siquiera la vergüenza que aún a tus años te produce el que los honrados ciudadanos te vean correr al desboque. Sólo los niños o los ladrones corren, ¿no era así? Nada te disuade. Porque esa huida a la desesperada para alejarte de todo y quedar en el mismo sitio (pero con más cansancio) es tu manera de intentar cualquier cosa. La penúltima emboscada.
Que al menos el sudor, las múltiples punzadas, los pulmones alquitranados intentando salir por la boca, el dolor del cuerpo te distraigan de ese otro dolor, tan sutil y puntilloso como una espina en la planta del pie. ¿Huir? Bonita pretensión inevitable e inalcanzable. ¿Por qué? Y qué importa. Dudo que aún de intentarlo consiguieras recordarlo. ¿Desde cuando? Desde que el mundo no quiso ser más tu espejo.
Pero dime, afronta la pregunta ¿por qué corres?
¿Porque le has visto? ¿Porque te ha visto a ti? ¿Porque quizás hoy no quiso verte? ¿Tal vez te has dado cuenta otra vez de lo inúltil de vuestras miradas? ¿De que el tiempo repite y compite contra ti hasta que te gana? ¿Otra y otra y otra y otra vez? ¿Recuerdas cuando corrías para no ver a nadie?
¿Por qué ahora intentas agotar tus pasos? ¿De repente te sobran? ¿No era que los querías todos? Ya los tienes.
¡Lo has conseguido! has corrido tan rápido que nadie puede alcanzarte.
Pero date prisa que es la vida quien te reta. No puedes permitirte parar a esperar.
Ni siquiera por él. No apuestes por alqo que sabes que vas a perder.
Y él, tenlo claro, ni corre ni correrá por tí.

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